No está ocurriendo solamente en Colombia. También en Estados Unidos, en México, en España, en Francia, en Italia, en Argentina y en otros países. Todo concepto, toda opinión, todo análisis, toda posición ante un problema, toda propuesta de solución o de cambio, en lo político, en lo social, en lo económico, en lo jurídico… tiene que pasar por el rígido e intransigente catálogo de la polarización. No se puede pensar sino del modo y en el sentido impuesto por el extremo político al que supuestamente se pertenece, sea de izquierda o de derecha. Debes rechazar y atacar con furia toda idea expuesta por alguien catalogado como integrante de la opción contraria. No importa si, en sana lógica, te pudiera parecer una idea aceptable o digna de consideración. Se han adelantado campañas –con videos, audios, inteligencia artificial– para evitar que razones y así llevarte a la opinión “correcta”, como si no tuvieras capacidad para razonar por ti mismo.
En varios países, la polarización aumenta y se desarrolla, en especial durante campañas políticas: si eres de oposición, estás obligado a proclamar que cuanto digan, hagan o propongan los actuales gobernantes es malo por definición y debe ser atacado y rechazado. Si eres partidario del gobierno, si votaste por él y te ubican como gobiernista, todo lo que diga, haga o proponga la administración o sus seguidores debe ser apoyado y defendido porque es bueno, de suyo, sin lugar a crítica o discrepancia. Si eres objetivo y te apartas en algo del extremo en que te ubicas, traicionas. Ya se encargarán medios, redes sociales y cuentas virtuales de cobrártelo, de enfilar contra ti sus baterías, de ofenderte, calumniarte o convertirte en motivo de burla.
¿Diálogo? ¿Intercambio de argumentos? ¿Posibilidades de acuerdo?
“De ninguna manera”, responden quienes orientan los extremos. Según ellos, lo que debe imperar es la confrontación, la lucha, la guerra, el discurso de odio.
En otros términos, prevalece la irracionalidad y se crea una dependencia totalmente opuesta al principio democrático y a las libertades de pensamiento, opinión y conciencia, pues, según la concepción dominante, cada persona es tan solo un número, nada más.
En vez de propuestas, hay ataques y lenguaje de odio. Lo de menos es el respeto que, en una sociedad civilizada, merece toda persona.
La polarización –particularmente cuando se trata de controversias políticas o ideológicas– clasifica a las personas, a las comunidades y a las organizaciones. Quien piensa distinto no es un sujeto de derechos y libertades. Es el enemigo y, en consecuencia, es un objetivo o blanco contra el que se debe dirigir el ataque.
Entre los mecanismos usados para el ejercicio de ese dominio está la indebida utilización de los medios digitales, las plataformas, las redes y otras opciones que hoy ofrece la tecnología. No es extraño, entonces, que, como acontece en varios países, haya espacios, programas y centros de supuesta información dedicados por completo –desde el primer minuto hasta el último–, sin ninguna objetividad, a desacreditar, descalificar y acusar al gobernante en ejercicio. Desde la otra orilla, medios públicos son puestos al servicio de la propaganda oficial, contra los opositores.
Esas mismas vías de “comunicación” son usadas por aspirantes a cargos públicos, candidatos y precandidatos de una u otra vertiente. En vez de propuestas, hay ataques y lenguaje de odio. Lo de menos es el respeto que, en una sociedad civilizada, merece toda persona. No cabe el disenso. Todos han de pensar y decir lo mismo, sin discrepancias.
Dos ejemplos:
– El día en que asesinaron a Charlie Kirk, no faltaron los mensajes, los audios y videos de celebración, por parte de muchos que no profesaban sus ideas políticas o religiosas.
– Cuando alguien invoca el DIH o pide que, en Gaza, cesen los bombardeos contra la población civil, la hambruna provocada, las muertes de niños y el genocidio, se lo señala como terrorista partidario de Hamás.
Polos opuestos, que no razonan ni respetan.