Sevilla tiene un valor intangible. No hay jeque, ni ruso bañado en petrodólares, que rivalice con la seducción casi mística de esta ciudad conquistadora. ¿Cuál es el magnetismo que los vuelve locos? Su embrujo es espiritual, sensorial, casi carnal. Aquí sublimamos el tópico, lo exageramos … en una hipérbole que nos caricaturiza como la capital de la alegría, que siempre es dual. Va por barrios. Ahora sale el sol por esta vera del río, como antes lo hacía por la otra orilla.
En Sevilla escuece la felicidad en la casa del vecino, como ha sido siempre, y tendemos a parodiar el estereotipo que nos trabajamos con sacrificio y tenemos tan bien ganado. Con mucho orgullo. Al final, esa chanza cainita va en nuestros genes, como un mecanismo de defensa para esconder la cólera que nos recorre las venas por habitar en estos tiempos en el ocaso. De esto sabemos todos, y sólo nos lo permitimos entre nosotros. Es el clavo ardiendo al que nos agarramos cuando se hace realidad el refrán de todos los tiempos: «A la orilla del río canta una loca, y cada uno se jode cuando le toca».
La llegada del ‘Iluminado’ ha sido la consumación de este efecto alquímico que nos vuelve tarumbas. Pura sociología hispalense. La reacción prosopopéyica por la épica batalla del fichaje del ídolo largamente esperado. La reafirmación de nuestra chaladura: un señor de Brasil, artista del balompié que penaba por la lúgubre Mánchester, se encerró en un hotel 40 días, con todas sus noches, con la maleta preparada para venir contra viento, marea y todos los millones que le pusieran por delante. Ni Múnich ni Estambul.
La enajenación bética con Antonio es directamente proporcional a la del astro del fútbol por Sevilla. Esa comunión es réplica de la que Nervión vivió por un croata rubio que se enamoró de una niña de Pino Montano y soñó con ser costalero, hasta casarse en la Catedral. No se cabía en la Avenida, como ocurrió el martes en la calle Betis. Como las sevillanas de Emaná y el sombrero de Finidi. Como Alves y Luis Fabiano vestidos de corto por la Feria.
El bautismo del brasileño en la pila de Triana es un símbolo ampuloso de nuestra identidad más pura y limpia, sin complejos. Porque puede que fracase en el verde, pero arrastra el halo de esperanza de las leyendas. Habrá quien lleve romero a la Cartuja y le acabe tirando almohadillas. Y al domingo siguiente volverá a llevar su mata. Es la filosofía currista que llevamos en las entrañas. Porque aquí los ídolos nacen con la gloria presupuestada, y luego ya veremos.
¿Qué tiene esta ciudad? La fe por encima de la nómina. Aquí se trasciende. Se alcanza el mito. O quizá no. Porque ser de Sevilla no tiene precio. Es el momento Antony.