A Praga se entra o por la cerveza o por la cultura. Dicho de otra manera, hay que elegir entre abrir la puerta de la taberna o la del teatro. No son teatros como los nuestros, salas más o menos grandes de … aire decimonónico, con pesadas cortinas sobre las tablas y lámparas de araña en el foyer. Se trata de pequeñas salas independientes, a medio camino entre el centro cívico y el contubernio bolchevique. Nunca sabes si la señora que entra por la puerta viene de comprar carne para el goulash o de venderla para el gulag. Tampoco los bares son como los nuestros y no hay cabezas de toros mirando cabezas de gambas. Los bares de Praga tienen a la vez algo de sacramento y de trinchera. La madera oscura te recibe como un confesor, las paredes guardan la pátina de los años y la conversación más valiosa es la que se mantiene con uno mismo. En Bohemia la alegría es un estadio privado.
Ambos espacios -teatro y taberna- tienen algo en común: son la excusa para relacionarse. Si hay un país especialmente castigado en Europa, ese es Chequia. Durante el imperio austrohúngaro fueron sometidos culturalmente y, después, los machacaron nazis y comunistas. El siglo XX es una vacuna con anticuerpos y sin dosis de recuerdo.
De todo aquello han heredado un silencio defensivo. Nadie se fía de nadie y todo humano es un espía en potencia. Pero en los bares hay mesas largas compartidas y en los teatros sillas en filas hechas con un transportador de ángulos. En ambos lugares hay desconocidos que empiezan las conversaciones con un ‘na zdraví’ crepuscular y las terminan con confidencias de madrugada. El eco del tranvía se cuela por las ventanas como un metrónomo. Ese el Praga más sucio y real y la cerveza y el teatro son tan baratos que uno siente que haber encontrado el último reducto de decencia.
A la cuarta jarra no solo has perdido el miedo al contraespionaje, sino que empiezas a valorar que, en realidad, el agente secreto eres tú. Y, tras el teatro, los asistentes se quedan charlando en ese recibidor que parece la sala de espera del proctólogo, disertando sobre la obra que han visto, con una cerveza en la mano. Kafka, Rilke, Kundera: hay un aire cultural flotando por encima del silencio, como si esas nubes de Magritte contuvieran pensamientos crecidos en el deshielo. Si no tienen mar para lanzar botellas, siempre les queda el cielo.
Nadie ha creado tantas imágenes como los iconoclastas. Si el arte antiguo es una provocación al islam, el barroco es la respuesta a Lutero. Del mismo modo la consecuencia de la censura y el silencio de Praga es la reflexión, que es la madre de la expresión, es decir, de la cultura. No les dejaron hablar, así que se limitaron a pensar.
Todo ese pensamiento solitario -pensamiento podrido- se convirtió en un manto de desechos orgánicos que germinaron en forma de literatura. De esas obras emergió un pueblo que las comenta escuchando jazz y con una cerveza en la mano.
Nosotros, que podemos hablar, preferimos no hacerlo. Los que podemos leer, optamos por cerrar los libros. Hemos cambiado el pequeño cine por un sofá con manchas de quesadilla y las películas independientes por alguna basura de Netflix. La consecuencia de nuestro desprecio por la cultura es esta polarización tuitera. El resultado de la adicción al móvil un espejismo de compañía, que es la antesala de la soledad. Soledad y polarización son dos flores secas. Sus frutos son hueros. A la paz, como a Praga, entraremos abriendo a la vez la puerta de la cultura y la del bar. A ser posible con el móvil apagado y un par de cervezas frías.