Gran parte de la historia republicana de Colombia se puede contar en una palabra: centralismo. Desde que nos declaramos independientes en 1810, los debates sobre si éramos federales o centralistas no solo nos dividieron, sino que definieron nuestras guerras civiles. Aunque el federalismo alguna vez asomó la cabeza en el siglo XIX, fue barrido por la Regeneración de Núñez. Un dogma que aún hoy nos gobierna bajo la amenaza de “regeneración o catástrofe”.
Ni con la Constitución del 91 y su mandato de la descentralización hemos logrado vencer la dictadura del centralismo.
Durante una década pareció que la descentralización veía la luz: a los entes territoriales se les garantizó participación de 46 por ciento de los ingresos de la Nación. Pero bastaron una crisis económica y la voracidad del Gobierno Nacional Central (GNC) para que, vía actos legislativos en 2001 y 2007, esa participación se desplomara hasta 20 por ciento. El saldo: 530 billones de pesos que nunca llegaron a departamentos y municipios.
La mayoría de los actores políticos de los últimos 140 años han crecido bajo la sombrilla del todopoderoso Gobierno Nacional Central. Así se hicieron fuertes, visibles y llevaron una que otra solución a las regiones que decían representar. Han sido menos los que han abogado por una profundización de la descentralización o federalismo –así sea solo fiscal–, y cuando lo han hecho en escenarios como la Constituyente de 1991, han salido derrotados.
Ni el Pacífico, ni el Caribe ni la Amazonía han mejorado su calidad de vida con este brazo centralista. Las regiones siguen empobrecidas, y el GNC, en vez de dar ejemplo, gasta sin freno. Petro no es la excepción: se endeuda, se expande y sigue culpando al espejo.
El Referendo de Autonomía Fiscal para las Regiones (RAFR) era un aire fresco. Un grupo representativo y diverso de colombianos recogió 3,5 millones de firmas para que los impuestos de renta y patrimonio se quedaran en los departamentos. La idea era simple y justa: que las regiones reciban lo que producen y que la Nación deje de gastar en exceso con la plata de otros. Con ello, todos los territorios habrían duplicado sus ingresos frente a lo que hoy reciben por el Sistema General de Participaciones (SGP).
Los apologistas del centralismo nos asustaron con el mantra de su alter ego, Rafael Núñez, de “regeneración o catástrofe”.
La Comisión Primera del Senado, sin embargo, impidió que el referendo siguiera su curso hasta ser valorado en las urnas por los colombianos. Les pesaron más a los congresistas que votaron contra –o se ausentaron– los argumentos del presidente Petro, expresidentes y ministros de Hacienda –todos ellos centralistas– que la tozuda realidad de la catástrofe ocasionada por el modelo vigente.
Lo cierto es que los números no cuadran con la narrativa del miedo y la quiebra. Como bien lo explicó el exdirector del DNP Jorge Iván González: “El centralismo sabe sumar, pero no restar”. Si se hubiera aprobado el referendo, el Gobierno central dejaba de recibir renta y patrimonio, sí, pero también dejaba de transferir SGP y duplicidades, además de retener un 20 por ciento para la Dian y un fondo de convergencia. El déficit real habría sido de apenas 0,6 por ciento del PIB.
Los apologistas del centralismo nos asustaron con el mantra de su alter ego, Rafael Núñez, de “regeneración o catástrofe”. Lo cierto es que, 140 años después, la centralización, elemento esencial de la política de este expresidente, no regeneró el país. Pero su legado, seguido a pie juntillas por la mayoría de sus sucesores, sí nos lleva a la catástrofe.
Hay muchos otros caminos que nos conducirán a la autonomía fiscal: los vamos a recorrer porque la riqueza que se produce con tanto esfuerzo en las regiones debe quedarse en ellas.
El centralismo fracasó. Es tiempo de reconocerlo.
* Gobernador de Antioquia