Hay un instante privilegiado en el que Sevilla se revela como un mapa secreto. Basta con subir a una azotea del barrio de Santa Catalina o dejarse llevar hasta la altura discreta de algún mirador: lo que se dibuja ante los ojos no son chimeneas … ni campanarios, sino un mar de cúpulas. Formas redondas u ovaladas, barrocas o manieristas que surgen como islas en medio de un océano de tejados. En ese momento, la ciudad parece hermana de Roma contemplada desde los jardines de la Villa Médicis, en la colina del Pincio. Pero Sevilla no se limita a imitar. Si Roma se erige en piedra, plomo y cobre, Sevilla se corona con cerámica, cal y esmalte vidriado que la hacen brillar con luz propia. La diferencia no es trivial. En la ciudad del Tíber, los grandes maestros del Renacimiento y el Barroco recubrieron sus cúpulas de placas de plomo y cobre que brillaban bajo el sol. Sevilla, en cambio, se abrazó al barro cocido y al azulejo. Las piezas vidriadas en verdes, azules o blancas, juegan con la luz cambiante de cada estación. La ciudad, en su mestizaje perpetuo, supo convertir la fragilidad de la cerámica en emblema de solidez y belleza. Un lenguaje material que, a partir de recursos cotidianos como tejas, estucos, hierro forjado y madera, supo elevar a la categoría de lo monumental.
Entre todas, se alza majestuosa la cúpula del Salvador. Su corte clásico y su rotunda armonía le han valido el apelativo de «nuestro Vaticano en miniatura». Desde la Plaza del Pan, el espectador siente que la mole barroca, con su tambor equilibrado y su perfecta proporción, sostiene sobre Sevilla una pequeña Roma espiritual. Aquí, la grandeza arquitectónica no se mide en tamaño, sino en la capacidad de condensar un modelo universal y hacerlo íntimo. Distinta, aunque igualmente fascinante, es la cúpula de la parroquia de la Magdalena. Si alguna sintetiza el llamado barroco de ida y vuelta, es esta. Sus ornamentos hablan de ultramar: colores vivos, formas que recuerdan al arte precolombino, un gusto por lo policromado que hace vibrar la superficie. Sevilla, puerto y puente, supo incorporar a su arquitectura la memoria de América y devolverla a Europa transfigurada. Aquí el barroco no se limita a lo ondulante; se vuelve mestizo, expansivo, oceánico. En la iglesia de la Anunciación, la cúpula parece encajonada en el interior del transepto. Su aire manierista recuerda a la romana Santa María in Traspontina: no busca imponerse en el skyline, sino dialogar con la estructura interna del templo. Es como si la geometría se recogiera sobre sí misma, ofreciendo un contrapunto íntimo frente a la exuberancia de otras. Y luego está San Luis de los Franceses, joya del barroco sevillano donde Leonardo de Figueroa supo traducir al lenguaje local las audacias de Borromini, creando lo que bien podría considerarse la hermana menor de Santa Agnese in Agone en Piazza Navona. Su cúpula no se limita a coronar el templo: se pliega, se retuerce y se expande en un juego de curvas y contracurvas que parecen respirar. Allí se revela que el Barroco no fue un estilo monolítico, sino un pulso constante entre la estabilidad y la inquietud, entre la geometría que ordena y la fantasía que desborda. La luz que penetra desde lo alto, filtrada por el barro cocido y reflejada en los esmaltes, multiplica la sensación de movimiento. No todas buscan protagonismo. Algunas emergen apenas por encima del caserío, discretas, como secretos compartidos solo con quienes saben mirar. Ahí están las de San Alberto, Santa Cruz, Los Venerables, San Antonio Abad, Los Terceros, el antiguo convento de la Merced o, más a lo lejos, San Bernardo. Son cúpulas que no rivalizan en grandeza, pero completan el coro urbano: pequeñas notas en la sinfonía de la ciudad.
Si se piensa en Sevilla como en un vasto taller, los materiales son la cal y la arena, las tejas vidriadas, los esmaltes encendidos, los estucos moldeados con gracia, el hierro forjado con primor y las maderas que sostienen el armazón. Con esos materiales, los arquitectos locales dialogaron a distancia con Bramante, Miguel Ángel, Vignola, Palladio, Maderno, Bernini y Borromini. Sevilla se atrevió a ser una nueva Roma, pero con la audacia de transformar la piedra en barro vidriado, el bronce en teja y la solemnidad en expresividad cromática sobre la madera.
Al contemplar el horizonte desde Santa Catalina, uno entiende que estas cúpulas no son simples techumbres. Son símbolos de identidad, fruto de una ciudad que se pensó grande, que quiso rivalizar con Roma y que lo logró a su manera. Sevilla no imitó: reinventó. Donde el travertino pesa, la cerámica brilla. Donde la piedra calla, el esmalte canta. Y así, entre colores y formas redondas, Sevilla levantó su propia Roma de tejas y azulejos, eterna en el ánimo y en la memoria