El secuestro de 33 soldados en El Retorno, Guaviare, que al escribirse estas líneas ya llevaba cuatro días y se suma a una lista de al menos 30 asonadas contra la Fuerza Pública en lo corrido de 2025, debe marcar, definitivamente, un antes y un después en la manera como el Gobierno encara estos desafíos de los ilegales.
Que quede claro, ninguna democracia puede tolerar que comunidades enteras, bajo presión o manipulación de grupos armados, sean utilizadas para retener a militares o policías que cumplen su misión constitucional.
Lo ocurrido en Guaviare ilustra de manera cruda la perversa estrategia de los grupos armados ilegales: instrumentalizar a la población civil para frenar las operaciones militares y enviar un mensaje de fuerza. El comandante de las Fuerzas Militares, almirante Francisco Cubides, lo dijo con claridad: muchos de los que participaron estaban allí obligados, pero otros lo hicieron convencidos de que había razones para protestar. Esa complejidad no se puede pasar por alto. Resistirse a una presión armada es casi imposible, pero ignorar que algunos sectores puedan simpatizar con la asonada, aunque no con el secuestro mismo, sería desconocer realidades locales que obligan a una respuesta que incluya la fuerza, pero que no se limite a ella.
Lo de El Retorno desnuda el complejo entramado político y social que está en el fondo de la situación en los territorios en disputa.
Lo primero es no renunciar al imperio de la ley. En este sentido se debe partir de lo innegociable. Estos hechos son delitos que deben castigarse con rigor. Secuestrar militares, impedir el acceso a agua o alimentos, obstruir operaciones legítimas son conductas que configuran violaciones de los derechos humanos y crímenes de guerra, según el derecho internacional. La justicia debe actuar sobre los responsables, sobre aquellos que orquestan estas acciones y sentar precedentes claros para que tales prácticas no se normalicen ni queden en la impunidad. La defensa de la soberanía y de la seguridad exige sanciones ejemplares.
Y a la par de las investigaciones y condenas, el Estado necesita diseñar y ejecutar una estrategia novedosa que conquiste el corazón y la confianza de las comunidades hoy instrumentalizadas por los grupos armados. Aislarlas o tratarlas exclusivamente como criminales –salvo en los casos en los que la evidencia así lo señale– solo dificultará más la tarea de construir legitimidad. Por el contrario, el reto es demostrar con hechos –infraestructura, servicios básicos, oportunidades económicas, acceso a una justicia que sea eficaz– que estar del lado de la institucionalidad vale la pena. Que sus enemigos son los ilegales, no los representantes del Estado.
Este episodio, además de indignar, plantea un desafío operativo a las Fuerzas Militares. Desnuda, de nuevo, el complejo entramado político y social que está en el fondo de la situación aquí y en otros tantos territorios hoy en disputa por los grupos armados. El Gobierno no puede seguir improvisando ni postergando decisiones: necesita una política clara, integral y sostenida que combine justicia y legitimidad, fuerza y presencia, única fórmula para contrarrestar la debilidad institucional que, ligada a la ausencia estatal, es caldo de cultivo para estos desmanes vergonzosos para el país.
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