Somos más, exclamó exultante Pedro Sánchez la noche electoral del 23 de julio de 2023. Solo se trataba de una proclama negativa en cuanto sumaba todas las expresiones del odio, del privilegio, del sectarismo y de la exclusión del adversario, al que convertía en enemigo … irreconciliable, sin más norte que alcanzar el poder sin miramientos éticos ni proyectos compartidos.
Pero no, no son más. Porque, en realidad somos más los que queremos convivir, los que nos negamos a la trinchera, al muro y a la permanente confrontación. Los que defendemos nuestras ideas con argumentos y no con conjuras inquisitoriales. Los que ven en lo público una oportunidad de hacer justicia y practicar la verdadera solidaridad y no un pretexto para enfrentarnos y una ocasión para vivir del cuento. Los que estamos convencidos de que salvaguardar la paz implica preparar la guerra porque el buenismo sin límites es la maldad encubierta, el camino fácil para ser engullidos por la intolerancia y el dirigismo de falsos salvadores.
Que de la intolerancia se pasa al odio es algo que el mundo va comprobando diariamente. Y no solo, como se pretende, por el desenfreno de las redes sociales. Es que hay responsables políticos que alientan, por intereses bastardos, esa confrontación, como ha hecho Pedro Sánchez animando a los que saboteaban el desarrollo normal de una competición deportiva en la capital de España, con prácticas propias de la kale borroka vasca y del procés catalán, que a tal degradación ha llegado el sanchismo.
La regresión a la caverna, resucitar desde el Gobierno la lucha de clases, volver a la pelea de ricos y pobres, repetir proclamas guerracivilistas como el «no pasarán», son expresiones y conductas recientes de distintos miembros de esa coalición negativa que pretende pasar por ser mayoritaria del verdadero sentir de los españoles. Una coalición de intereses, que no de gobierno, que es sólo la vuelta al populismo de quienes hablan de los pobres para hacerse ricos. Porque manipular a los pobres para hacerse ricos es algo que muchos han aprendido de esos paraísos, como Cuba, Venezuela y tantos otros, con los que estos progres hacen negocios.
Los protagonistas de la Transición española tenían muy claros los límites del debate político. Algunos pretenden hoy desacreditar aquel proceso de concordia que sólo combatieron los terroristas etarras, causando más muertes a la democracia que al franquismo. Aquellos enemigos de la libertad son socios de aquel «somos más» al que se refería el constructor de muros que hoy reside en la Moncloa. Y ese afán divisivo, auspiciado desde el poder, nos lleva a la confrontación, al odio y a la exclusión.
Lejos de esa visión negativa y sectaria en la que insisten los defensores de sus poltronas, la inmensa mayoría de los ciudadanos lo que de verdad quieren es que España funcione, que los trenes lleguen a su hora, que las carreteras no sean un pedregal, que la vivienda sea una oportunidad y no una aventura imposible, que la educación y la sanidad sean eficaces y no un campo de batalla artificial entre lo público y lo privado. En fin, que la Administración esté servida por profesionales y no por una legión de enchufados, que los poderes públicos faciliten nuestras vidas y no que nos abrumen a prohibiciones y controles, mientras dilapidan el dinero público y atracan nuestros bolsillos.
Y por supuesto, no son más quienes quieren dividirnos a los españoles, como en los peores años de nuestra historia, en dos bandos incapaces de entenderse y dispuestos a eliminar al adversario. Somos muchos, muchos más, los que tendemos puentes que los que construyen muros y cavan trincheras. Los que nos negamos a que las acciones de unos provoquen las reacciones de los otros. Esa es la trampa de los logreros, los oportunistas, los inmorales y los indecentes. Y por mucho que se empeñen, no nos van a llevar a ninguno de sus bandos porque somos más, muchos más, los que queremos caminar por las anchas vías de la concordia, el diálogo, el pacto y el verdadero progreso.
Esta es una batalla entre limpieza y suciedad, entre manipulación y verdad, entre decencia e indecencia, entre igualdad y privilegio, entre libertad y dependencia. Y porque somos más los que queremos circular por las anchas vías de la centralidad, del respeto al adversario, del diálogo con el discrepante y de la asunción de nuestras propias responsabilidades, nos oponemos a que se nos manipule como si solo tuviéramos la posibilidad de elegir entre lo malo y lo peor.
Y porque tenemos memoria, no aceptamos lecciones de quienes tiran a diario por la sentinas de la indignidad sus propias palabras y sus públicos compromisos. Cuando desde la presidencia del Gobierno se alientan altercados callejeros y se manipula a través de activistas organizados, se está jugando con fuego entregándose al radicalismo extremo de formaciones claramente contrarias a la Constitución y a la propia identidad española.
El riesgo de resucitar viejas querellas es cierto, lo que hace necesaria una reacción sosegada pero firme contra quienes están jugando con nuestro futuro. Las democracias, hoy, están en crisis. Pero la solución no es la vuelta a la revuelta, al pillaje, al desorden y a la anulación del adversario. Si no tenemos claro el camino de la concordia nos lamentaremos porque, como dijo Gramsci, «de los claroscuros surgen los monstruos». Lo fundamental son los argumentos y la memoria, porque ya Napoleón advirtió de que una cabeza sin memoria es como una fortaleza sin guarnición. Solo desde la seguridad, el civismo y el orden se pueden salvaguardar los valores europeos en los que creemos la mayoría.