En el teclado de mi ordenador hay cinco teclas desgastadas e ilegibles; la A, la S, la D, la E y la C. Todas en el lado izquierdo. En medio del plástico negro, la corrosión abre una mancha blanca con el centro totalmente transparente, que muestra la estructura interna de la tecla. La A, la S y la E son las más perjudicadas, la D y la C las siguen. Al tacto también se nota el desastre. Las capas de desgaste de las teclas mencionadas las hacen ligeramente rugosas, y mientras no las aprietan, las puntas de los dedos las palpan para sentirse como en casa. El resto de las letras es como si no jugaran al mismo juego. Todas engalanadas e inmaculadas.
Aprendí mecanografía los mediodías en la escuela. Supuestamente, también aprendí a coser y a jugar al ajedrez, pero no me acuerdo. La imagen que conservo de la clase de mecanografía, en mi recuerdo transfigurado por los años, es la de una sala cuadrada con una sola ventana, de paredes verdes tirando a grises, con muchos pupitres individuales y máquinas de escribir de las antiguas, que ya en aquel momento parecían una reliquia. Ni las habíamos utilizado antes, ni volveríamos a utilizarlas nunca más. La mecanógrafa que nos enseñaba era una señora afable que nos planteaba los ejercicios como un juego. Copiábamos listas de palabras y pequeñas frases, y la gracia era ir a toda prisa, no mirar el teclado, y hacer tan pocos errores como fuera posible.
La gracia era ir a toda prisa, no mirar el teclado, y hacer el mínimo de errores posible
De mis dos manos, solo aprendió mecanografía la izquierda. La derecha es más fresca, y todavía hoy en día pulsa prácticamente todas las teclas con el dedo corazón. La izquierda los utiliza todos, aplicada como ella sola, incluido el pequeño.
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Cuando miro mi teclado, a menudo me pregunto si su erosión habla de la lengua catalana y las letras más habituales en nuestras palabras o de la diferencia de carácter y talante de mis dos manos. Y más concretamente, del nervio e ímpetu de mi mano izquierda, que aprendió a teclear con una máquina del año de María Castaña, sobre cuyas teclas tenías que descargar todo el músculo de tus bracitos infantiles dentro de la bata a rayas verdes, para que las letras se marcaran en el papel. Claramente, y en consecuencia, esta mano dócil y siniestra ha desarrollado una fuerza descomunal, unos dedos de hierro que deshacen teclas.