Los griegos llamaron «daimon» a ese genio interior, entre divino y fatal, que rige pero no gobierna los destinos del hombre. La traducción de los textos bíblicos concedió a este lexema una raíz maligna que no se corresponde con la raíz clásica. Satanás y sus … legiones tientan al ser humano, invaden su cuerpo y propagan el dolor y la destrucción en venganza contra Dios. De su acción en el mundo hay tantas pruebas evidentes que hemos optado por olvidarlo, forma suprema de la adoración. El «daimon» platónico, en cambio, tiene un carácter heroico y agonista. Si Jacob luchaba con el ángel de Israel, que era Yahvé, el artista, el genio señalado, lucha contra un destino cuya imposición no acepta o no comprende. En su pelea sagrada se afirma la libertad, supremo bien sobre el que se funda toda la cosmología cristiana, es decir, occidental y europea, anterior a Lenin, ese súcubo desalmado.
El daimon, en su forma más alta y celebrativa, fue descrito por Lorca en su conferencia argentina de 1933 ‘Juego y teoría del duende’: «poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica, el mismo duende que abrazó el corazón de Nietzsche». Y sorprende, pero no debería, porque el espíritu de la edad aletea sobre las aguas del tiempo, que apenas tres años más tarde Stefan Zweig dedicara, precisamente a Nietzsche, pero también a Hölderlin y Kleist, asimismo mártires de su «daimon», su célebre ensayo ‘La lucha contra el demonio’: «Llamaré demoníaca -dice el escritor austriaco- a esa inquietud innata que arrastra hacia lo infinito, hacia lo elemental, hacia el exceso, al éxtasis, a la renunciación y hasta a la anulación de sí mismo».
En su alocución Lorca insiste en la intensa manifestación del duende en la tauromaquia: «En los toros adquiere sus acentos más impresionantes, porque tiene que luchar, por un lado, con la muerte, que puede destruirlo, y, por otro lado, con la geometría». Y añadiría: «Lagartijo con su duende romano, Joselito con su duende judío, Belmonte con su duende barroco y Cagancho con su duende gitano, enseñan, desde el crepúsculo del anillo, a poetas, pintores y músicos, cuatro grandes caminos de la tradición española».
Nadie ignora que Morante de la Puebla, lo han dicho maestros del toreo y maestros de la crítica, lo ha ungido la unánime Plaza de Madrid, lo han proclamado las angostas y saturnales calles de Pamplona y la académica Plaza Mayor de Salamanca, lo vio La Maestranza la primera y lo saben desde tiempo inmemorial las ganaderías que pastan con los toros de Gerión en el jardín de las Hespérides, que otros llaman Las Marismas, nadie ignora, decimos, que Morante de la Puebla encarna, habita, posee o es poseído, por los cuatro duendes, romano, judío, barroco y gitano, del toreo. Como los ciudadanos de Viena gozaron de las obras de Beethoven, así nos ha sido dado contemplar las obras de este genio, para quien se quedan pequeñas las palabras y trofeos que se dedican a los demás mortales. Razón esta que explica que se desborden los tendidos o se conceda un rabo en La Maestranza, porque no hay vocabulario para expresar la elevación a donde su arte nos lleva que no sea acudiendo a lo inefable. «De lo que no se puede hablar hay que callar», decía Wittgenstein, expresión filosófica y vienesa del silencio maestrante.
Pero no, no quiero cantar las hazañas del hombre ingenioso que anduvo errante largo tiempo de plaza en plaza, al que vieron los pueblos y fue conocido por muchos, ya en directo o en YouTube, y que fuera confundido con un dios salvaje. No, yo canto las armas y el hombre, sobre todo al hombre, que por encima del electroshock y de la química se levantó de entre los muertos y alzó con él la esperanza de tantos como sufren.
El portentoso reportaje publicado por Jesús Bayort en ABC de Sevilla con las contemplativas fotografías de Raúl Doblado, que vale un Pulitzer, y las imágenes del hotel la tarde de su reaparición en Almendralejo, entre lecturas de Nietzsche y cajas retorcidas de escitalopram -ese lenitivo que los oscuros dioses de la medicina han concedido a los humanos-, daban la verdadera dimensión del hombre que lucha contra su demonio.
En el toreo de Morante se escuchan los acordes sombríos con los que abre Beethoven la Quinta Sinfonía y en su teoría arden las llamas infernales del Dies Irae del Requiem de Mozart, pero sobre todo ello se eleva la inmensa celebración de la Oda a la Alegría de Schiller. Existen la Novena del Corpus, la Novena del genio de Bonn y la Novena de Morante que ha resonado este verano en Huelva y en el Puerto, en Marbella ante las cámaras, y habrá de resonar otra vez en San Miguel de Sevilla.
Celebramos al Arcángel San Miguel porque derrotó a Lucifer, al dragón que también es el toro. Cogido en Pontevedra, la entrevista al genio de Alberto García Reyes con motivo de su reaparición en Melilla, nos recuerda que en la pasión y muerte de Morante de la Puebla renacemos todos, como en Nietzsche, como en Kleist, como en Hölderlin. Renace la gran pasión humana, el anhelo que se alza por encima del látigo del electroshock y afirma la única vida que merece la pena ser vivida, sobre el altar del orgullo y del dolor.
Salve, Morante.
José maría Jurado García-Posada