Cada semana, en Colombia, un niño o una niña irrumpe en nuestras vidas y se vuelve como de la familia, y lo llamamos por su nombre, y nos despertamos dando clic a los enlaces que prometen más información, y sus rostros y su dolor se convierten en episodios por entregas para alimentar cifras de tráfico mediático. El problema es que no son historias de ficción con un final feliz, y, a sus “trágicos desenlaces”, sigue una lista de espera de “víctimas inocentes” –también llamadas angelitos– para recomenzar el ciclo perverso de los clics y los clichés sobre la infancia, como si se tratara de nuevas temporadas.
Hace unas semanas fue Alejandro y hace unos meses, Sofía, y antes, Lesli y sus hermanos, y mucho antes Juliana y tantas otras víctimas de cuyos nombres ya no nos acordamos. Y si hoy estamos conmovidos con la muerte de Valeria, la conmoción durará lo mismo que las ‘stories’ que “compartimos” en nuestras pantallas. Como si no tuviéramos la capacidad (la responsabilidad) de conectar las efusiones emocionales colectivas con el país que seguimos criando, o como si el duelo de esos niños fuera un proceso personal y familiar, sin consecuencias políticas, nos negamos a ver las conexiones entre esta desprotección a la infancia y la adolescencia y nuestro proyecto de nación.
El mapa de la infancia de Colombia muestra el del futuro próximo –pues los niños crecen pronto–, así como este mapa del presente fue trazado en un pasado de acciones y omisiones. En esos aparentes “episodios aislados” se revela una continuidad que es la falta de cuidado –de rigor, sin consecuencias– para asumir la corresponsabilidad frente a la cuarta parte de la población del país, constituida, según las últimas cifras, por niños, niñas y adolescentes. Es importante recordar que, al lado de los dramas con nombres y apellidos que nos conmueven en las noticias, hay muchos menores de edad sin rostros y sin nombres, a los que solo miramos cuando se vuelven munición para los ejércitos ilegales. Entonces nos ensañamos con ellos y pedimos que “les caiga todo el peso de la ley” (otro lugar común) ¡a los quince años!
¿A cuántos presidentes, gobernadores, alcaldes o servidores públicos les ha caído “el peso de la ley” debido a su negligencia (por acción u omisión) frente a la protección especial a los menores? ¿Qué caso de corrupción relacionado con la prevalencia de los derechos de los niños y sancionado con ese “peso de la ley” recuerdan los ciudadanos? ¿Cuántos billones, de cuya destinación poco se exigen cuentas, se han “desviado” –por usar un eufemismo– del objeto de atender a los niños, las niñas y los adolescentes? ¿Qué candidato ha ganado, o perdido, una campaña por la inclusión de acciones concretas, y sujetas a verificación posterior, relacionadas con la infancia?
Al lado de los dramas con nombres y apellidos que nos conmueven en las noticias, hay muchos menores de edad sin rostros y sin nombres, a los que solo miramos cuando se vuelven munición para los ejércitos ilegales
La Contraloría General acaba de publicar un ‘Diagnóstico de los planes de desarrollo’ en el que analiza las políticas públicas relacionadas con niños, niñas y adolescentes en los treinta y dos departamentos y sus capitales. Los resultados señalan la falta de rigor en el seguimiento y la evaluación del conjunto de atenciones a la infancia (salud, nutrición, salud mental, educación, prevención de violencia intrafamiliar y reclutamiento, entre otras), y la sorpresa, poco sorprendente, es que el sistema judicial, por citar un caso, no discrimina los recursos destinados a prevención o, que en muchas zonas caracterizadas por la incidencia del reclutamiento de menores, tampoco se focalizan estrategias de protección. Mientras resulte más fácil escribir frases retóricas en los planes de desarrollo y las ‘ías’ sigan haciendo diagnósticos, en vez de tareas de vigilancia, serán los más jóvenes los únicos que respondan con el peso de la ley.
YOLANDA REYES