Actualizado Martes,
2
septiembre
2025
–
00:13
He visto cómo los colombianos desconfiaban de la inmigración venezolana que cruzaba a pie la frontera, cómo los españoles desconfiaban de los colombianos que venían a trabajar a Madrid, cómo los ingleses desconfiaban de los españoles que servían en restaurantes de comida rápida en Londres. También he visto a los ingleses desconfiar de los propios ingleses, lo que tiene gracia. La jerarquía de una nacionalidad se mide de muchas formas. Hay quienes lo hacen mediante la economía (la respetabilidad compra cosas). Otros, con la demografía o con el poder de sus ejércitos. Luego está eso tan cursi que se denomina poder blando. Los coreanos han hecho de su cultura una política de Estado, los turcos venden culebrones y nosotros sangría, molinos de viento y fútbol. Otro baremos son los premios Nobel, las bombas atómicas y los metros cuadrados de embajada.
Lo aprendí a los 17 años en Inglaterra, mientras intentaba mejorar mi inglés ortopédico en una organización que daba trabajo a jóvenes extranjeros como yo de friegaplatos y jardineros a cambio de una paga modestísima, cama y comida. La mayoría de mis compañeros eran de Europa oriental y, en 1997, aún se les veía casi como refugiados de las páginas de una novela de John le Carré. Eran afables, cultos y un paquete de tabaco provocaba en sus ahorros un seísmo.
Conversé, bebí y amé a algunas señoritas extraordinarias, lo que me brindó la oportunidad de conocer sus países antes de que fueran invadidos por los paquetes turísticos. Descubrí Mitteleuropa y la memoria de quienes sufren los delirios rusos y alemanes.
Pertenezco a una generación que pudo viajar de joven sin complejos, que vivió en un país democrático que crecía y recibía fondos de Bruselas. En 2001, como erasmus en Amberes, coincidí con estudiantes de los países del antiguo bloque comunista. Oí comentarios muy injustos hacia ellos, sobre todo cuando se ennoviaban con chicos de nacionalidades más prestigiadas. «Estas buscan un pasaporte europeo», dijo una austriaca con la que salí en relación a unas polacas, lo que me provocó un cabreo y una vergüenza siderales. Tendría que haberla dejado por eso, pero mi despiste testosterónico lo impidió. Al final me dejó ella. Merecido. Las busconas a las que se refería resultaba que eran las alumnas más aplicadas de la Facultad de Derecho. Habían pasado un proceso de selección mucho más duro que los europeos occidentales porque disponían de menos becas. Esa crueldad hizo que me acordara de mis mayores. De lo que debieron sentir los españoles en los fríos andamios de París, en las porterías de Lyon y en las fábricas de Baviera.
Ayer Corea del Sur era una economía que competía con las africanas. Argentina y Venezuela tenían más renta que España. Tánger recibía exiliados e inmigrantes… Hoy los países del Danubio y el Elba de esas chicas que conocí están en la Unión Europa. La República Checa ha superado a España en producto interior bruto per cápita y Polonia en breve nos sustituirá como cuarto país con más peso en la UE.
La jerarquía de las naciones es una estadística, un prejuicio desmemoriado que sube y baja como un ascensor con vértigo.