El asesinato de Charlie Kirk debería haber servido como un punto de quiebre en la política estadounidense: un momento para reflexionar sobre el respeto a la vida y la necesidad de reconciliación en una sociedad que se desangra por dentro. Pero lo que vimos fue otra cosa. Donald Trump y su entorno reaccionaron con la misma pólvora verbal que enardece a sus seguidores y fractura a su país. En lugar de condenar la violencia en todas sus formas, eligió dividir, seleccionar qué muertes cuentan y cuáles no, y usar la tragedia como combustible propagandístico.
Y si en la democracia más influyente de Occidente se normalizan el odio y la confrontación violenta como parte de la política, ¿qué pueden esperar sociedades más frágiles como la nuestra? Si eso pasa en Estados Unidos, ¿qué impide que ocurra lo mismo en Colombia, Argentina o México?
La reacción de Trump tras la muerte de Kirk es un manual de contradicciones y de cómo no se debe manejar una crisis política y social. En sus mensajes iniciales mencionó atentados contra republicanos, pero olvidó convenientemente los ataques contra demócratas. Y en el multitudinario funeral de Estado del activista ultraconservador, el presidente declaró con orgullo que, al contrario de Kirk, él sí odiaba a sus oponentes; afirmación que fue respondida con aplausos y risas del auditorio, y que explica en buena medida la conducta del líder republicano, en la que el odio y la política van de la mano.
Por su parte, tras el arresto del sospechoso de asesinar a Kirk, el gobernador de Utah, Spencer Cox, había confesado que estuvo orando durante horas por que el autor del homicidio no fuera “uno de los nuestros”. Es decir, no lo angustiaba tanto el crimen como la falta de un extranjero al cual culpar. Lo ideal hubiera sido que se tratara de un inmigrante –y si fuera indocumentado, mejor aún–, para que encajara en esa retórica de odio difundida por Trump. Pero no: el asesino, Tyler Robinson, sí era uno de ellos –un muchacho blanco, de familia conservadora y amante de las armas–, y la coartada no funcionó. Ese era el verdadero drama para Cox, y la mejor radiografía del cinismo de una sociedad que prefiere culpar a otros de su propia degradación.
El país que dicta cátedra sobre democracia es el mismo que exporta discursos de odio y modelos de polarización.
En Colombia sabemos de sobra lo que significa vivir en un país donde la vida no vale nada. Aquí matan por un celular, por un arranque de celos o por el rayón de un carro. Pero la diferencia está en que nunca presumimos de ser una sociedad modelo.
El pésimo manejo de este suceso debería ser suficiente para bajarle el tono triunfalista a la retórica trumpista. Hoy, la gran paradoja estadounidense es que el país que presume de ser “la nación más desarrollada del planeta” vive como rehén de su propia barbarie interna. El supuesto “sueño americano” ha sido brutalmente interrumpido a punta de tiroteos masivos y discursos incendiarios de líderes incapaces de mostrar un gesto de auténtica compasión o de elemental empatía. El país que dicta cátedra sobre democracia en foros internacionales es hoy incapaz de garantizar que sus propios niños y jóvenes lleguen vivos a casa después de salir de clase.
Y es el mismo país que, en lugar de dar el ejemplo, exporta discursos de odio, modelos de polarización y la peligrosa idea de que el valor de la vida es relativo. Y por eso no debe extrañarnos que sea también el mismo país que hoy ejecuta traficantes de droga en el Caribe, sin fórmula de juicio.
Si Estados Unidos se empeña en avanzar por esa ruta, no solo seguirá prisionero de su propio tormento, sino que arrastrará a los demás a la misma oscuridad. Porque lo que ocurre allá, tarde o temprano, se replica aquí. Y entonces, el famoso American way of life seguirá reducido a su verdadera esencia: una simple pesadilla, con un telón de fondo de barras y estrellas.
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