Hay un hombre apoyado contra la pared en una calle estrecha que lleva a la Rambla. Ronda los treinta años, lleva una mochila en la espalda y una lata de cerveza, roja y más estilizada de lo habitual. Parece que esté vacía porque tarda mucho entre trago y trago. El tipo no parece ser de aquí, pero tampoco se podría determinar de dónde viene, quién es, si está de paso, pero sí que está asustado. Parece que va a llorar en cualquier momento, pero no lo hace. Quizá porque sabe que no servirá para nada. Que, en cierto modo, no puede permitírselo. Parece como si esperara a alguien que ya no vendrá y lo sabe. No es un retraso. Algo ha pasado. No sabe qué es. Tampoco adónde ir. El momento ha llegado y le ha pillado así, con una mochila en la espalda, una cerveza caliente en las manos y ganas de llorar. Le ha dado alcance la época. Como a todos nosotros.
Hay un hombre en la calle. Quien debía venir a buscarle, con quien se había emplazado a encontrarse, no ha podido o querido venir. Quizás haya escapado a tiempo porque sabía algo que no sabía él. Mira a un lado y otro de la calle, bebe de la lata, se aguanta las ganas de llorar. La cerveza, el gesto, el haber tenido dinero para comprarla, la libertad para beberla en la calle frente a un local donde se tatúa y otros de ropa de segunda mano, discos, helados, comida árabe, le da la única seguridad de la que dispone. Es el fin del mundo y él ya no puede escapar a ningún sitio. Está enfermo y no hay cura. Solo espera que lo que queda no duela.
Siempre estamos a mitad del desastre, del cambio de vías y nunca nos damos cuenta
Con un meteorito se extinguieron los dinosaurios, a la vuelta de un verano repúblicas y zares, democracias y derechos. El ejército chino desfila, asesinan a un tipo influyente en Utah y pasan las horas y el tipo de la mochila sigue esperando nada.
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Siempre estamos a mitad del desastre, del cambio de vías y nunca nos damos cuenta. La época es otra. La que se fue volverá cuando ya estemos muertos y será otra. Jugar con fuego, entregar parte para salvar el todo, reclutar miedo y seguridad, esperar que vengan a rescatarnos, a poner algo de sentido a la violencia de una época que ya llegó y le abrimos nuestras puertas y ventanas a cambio de que nos distrajeran y nos hicieran sentir que nosotros éramos los elegidos y nos íbamos a salvar. Que sabíamos cómo llevar estas cosas, cómo adiestrar a los lobos. Nunca sucede. Cambian los nombres de los verdugos para que siempre sean los mismos. Orden, Patria, Dinero, Muros, Familia y Latas de Cerveza Caliente.