Carlo Acutis y Pier Giorgio Frassati eran elevados a los altares hace una semana por el Papa León XIV, que los proclamaba santos ante una multitud de 80.000 personas, jóvenes en su mayoría, que recibieron con emoción y alegría la incorporación de sus nombres … al Libro de los Santos.
En un mundo descreído de todo, en este mundo en guerra permanente donde parece que la paz es un imposible, que la bondad es una quimera, que la fraternidad no existe; este mundo donde los extremos se tocan con asquerosa violencia y la sociedad se rompe en pedazos desde dentro.
En este mundo que ataca la religión católica y los valores que representa porque es lo progre como si fuesen cosa de casposos y retrógrados, no parece casual que sean dos jóvenes -uno millenial, en deportivas de cordón, evangelizando en Internet- los últimos santos proclamados por la Iglesia.
Dos jóvenes que procediendo de familias acomodadas supieron ver el rostro de Dios entre los pobres, los eligieron; dos jóvenes que hicieron de su vida ejemplo y camino, que nunca escondieron sus creencias y su fe sin renunciar a su tiempo, a este mundo que tan deprisa da vueltas, que no se detiene.
Quizá porque este mismo mundo cada vez ofrece menos respuestas a pesar de ser el más evolucionado; quizá porque cada vez las razones son más tontas a pesar de la inteligencia artificial; porque vivimos con más técnica y menos alma, con tanta prisa, tanta exposición y tan poco corazón, ha surgido en las redes con fuerza un movimiento joven que en su búsqueda de razones, de respuestas, vuelve sus ojos, se refugia en lo espiritual, en la fe, siente la presencia de Dios en todas las cosas.
Nunca supimos cuando éramos niños de santos en deportivas, vaqueros y sudaderas. Santos que podrían ser nuestros compañeros de pupitre, nuestros vecinos de escalera, los niños que jugaron con nosotros en el parque, en la piscina, nosotros mismos de haber escuchado esa voz misteriosa, esa llamada insondable, poderosa, que les lleva a entregar su vida a los demás por amor, en el nombre de Dios.
Quizá no sea casual que el Vaticano prepare un macroconcierto de grupos jóvenes con los sonidos de hoy, sin salmodias ni latinejos; que tantos pierdan el miedo, la vergüenza de ser, declararse creyentes y eleven la voz en sus propios canales, busquen, encuentren a Dios en lo cotidiano. Quizá la santidad no sea un don inalcanzable de los mártires del siglo I que nos contaba el catecismo. Quizá no sea tan raro rezarle cada día a mis santitos, los no canonizados, anónimos santos que pasaron por mi vida haciendo milagros, sembrando amor y bien en este mundo que ya no cree en milagros.
Santos en zapatillas recorriendo los caminos de Dios, trazando con sus pasos autopistas al cielo.