A veces, los soldados que se quedan de guardia a solas en la Academia de Ingenieros del Ejército “oyen cosas, ven luces” entre las jaras y encinas del paraje de Matalasgrajas. Cerca, en un monte del término madrileño de Hoyo de Manzanares, queda el campo de tiro de El Palancar, el lugar en el que, hace 50 años, se llevaron a cabo tres de los cinco últimos fusilamientos del franquismo.
Se lo relata a este diario un oficial, despojando al caso de parte de su misterio: “Se ve que, con la dilatación y el calor, se producen ruidos entre las peñas. Pero no lo cuenta solo un soldado; ya se lo he oído a varios», dice. Un detalle menos paranormal pero igualmente legendario apunta un teniente vestido con su mismo uniforme: “En aquel lugar, a veces aparecen ramos de flores”.
Ambos relatos forman parte de la impronta que, prendida entre árboles y generaciones, en el pueblo y su vecindario, dejó un suceso definitivo de la dictadura.
Sin juicio justo
De aquellas ejecuciones a entre ocho y diez balazos por reo queda la historia grande en los libros y una microhistoria en la gente que, como la vegetación del desierto cuando llueve, abandona su aspecto reseco para reverdecer en los grandes aniversarios. El 27 de septiembre de 1975, en las primeras horas del día, cuatro pelotones de ejecución asesinaron, bajo apariencia de un proceso legal, a los miembros del FRAP Xosé Humberto Baena, José Luis Sánchez Bravo y Ramón García Sanz, y a los etarras Juan Paredes Manotas (Txiki) y Ángel Otaegi.
Las ejecuciones tuvieron lugar desde las 8:30 hasta casi las diez de la mañana de aquel día de recta final del franquismo, y provocaron una oleada de protestas internacionales, encarnadas en figuras de primera línea como el socialdemócrata sueco Olof Palme o el cineasta francés Regis Debray, y después de que el general Francisco Franco hubiera desoído las peticiones del papa Pablo VI (pidió «justicia magnánima en la clemencia») y de su propio hermano Nicolás: «Paco, no firmes esas condenas», le escribió.
Franco recibe en el hospital La Paz de Madrid al presidente del Gobierno Carlos Arias Navarro, en julio de 1974. / Europa Press
Hay cuatro claves principales del caso:
En el origen, los asesinatos del guardia civil Gregorio Posadas Zurrón en Guipúzcoa y, en Barcelona, del policía armado Ovidio Díaz, ambos a manos de ETA. Además, el policía Lucio Rodríguez y el guardia Antonio Pose, ambos muertos en Madrid a manos del Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (FRAP).
En la investigación de los delitos atribuidos, torturas sin cuento para obtener confesiones y delaciones de los detenidos. Algunos de ellos quisieron mostrar sus heridas al tribunal, ante la completa indiferencia de éste.
En la causa judicial, una arbitrariedad total en tres consejos de guerra ordinarios y dos sumarísimos celebrados la base militar de El Goloso (Madrid), el Gobierno Militar de Barcelona y el cuartel de Regimiento de Artillería de Campaña 63 de Burgos, en los que los presidentes de tribunal -especialmente en Madrid el coronel Francisco Carbonel– negaron a la defensa la práctica de pruebas, cualquier mínimo recurso y la aportación de testigos que, como en el caso de Baena, negaban que la persona que vieron disparar se le pareciera mínimamente. Él siempre negó haber sido uno de los autores de los atentados mortales.
De fondo, el franquismo en una casilla de enroque: militares interesados en no contrariar al Ejecutivo emitieron 11 condenas a muerte para ocho etarras y tres miembros del FRAP. El Gobierno temía, si aceptaba la presión internacional, mostrar debilidad; y si la rechazaba del todo, demostrar barbarie. Solución: una selección arbitraria y nunca explicada, por la que a seis condenados se les conmutó la pena capital y a cinco no.
El débil quiso ser fuerte
El presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, se había colocado él solo en el atolladero con una postura inflexible: “El exministro de Gobernación Tomás Garicano Goñi acudió al despacho de Arias para pedirle el perdón y su respuesta fue contundente: ‘Si vosotros hubierais ejecutado a los del proceso de Burgos, nosotros no tendríamos ahora que ejecutar a estos’”, recuerda desde Vitoria-Gasteiz el historiador Gaizka Fernández Soldevilla, que ha coordinado con Josefina Martínez y María Jiménez una investigación sobre la violencia en el ocaso de la dictadura titulada Terrorismo y represión y publicada este mes por Tecnos.
Un hombre débil en el centro del tablero. “Arias nunca tuvo el apoyo de la corriente ultraderechista del franquismo y había perdido el del sector liberal -explica Fernández Soldevilla-. Estaba solo. Creyó que un golpe de fuerza podría reforzar su posición y traer de vuelta al redil a los inmovilistas. También esperaba que un castigo ejemplarizante pusiese freno a la violencia terrorista, que en 1975 se había disparado: 33 muertos”.
El ejecutado Xosé Humberto Baena, el más famoso de los fusilados en 1975, junto a un sello de la organización terrorista en la que militaba. / El Periódico
El periodista Roger Mateos, autor de otro libro de reciente aparición que investiga el caso (El verano de los inocentes. Anagrama), recuerda una poco comentada soledad post mortem en la que también se vieron los reos: “Gran parte de la oposición antifranquista condenaba la campaña de atentados de ETA y FRAP. El propio Santiago Carrillo [entonces líder del PCE] denunció públicamente el “terrorismo individual” del FRAP. Los fusilados habían sido condenados tras unos juicios sin pruebas, ni testigos, ni posibilidad de defensa jurídica, pero posiblemente el estigma de los atentados hizo que una parte del antifranqusimo evitara reivindicar la memoria de estos fusilados”.
Fragmento de la carta de despedida de Xose Humberto Baena, redactada en capilla en la cárcel de Carabanchel. / El Periódico
Pero el detalle de la repulsa por los atentados no impedía que los reos fueran pasto de la pelea publicitaria. “A veces olvidamos que el objetivo último de los medios de comunicación oficiales del régimen como de las publicaciones del antifranquismo no era informar, sino hacer propaganda política”, apunta Fernández Soldevilla. “Alrededor de las ejecuciones hay innumerables bulos y mentiras interesadas, algunas de las cuales han llegado hasta nuestros días”, indica.
Entre esas manipulaciones, el historiador vasco disecciona seis: que solo había terrorismo en la España franquista, “cuando había atentados en todo el mundo occidental: entre 1970 y 1975 se cometieron 1.145 asesinatos en Reino Unido y en Italia, otros 85″. O que los cuatro consejos de guerra fueron sumarísimos (fueron dos). “O que se aplicó un decreto ley de agosto retroactivamente para condenarlos a muerte, lo cual no es cierto: se aplicó la legislación vigente en el momento de los crímenes”. O que los cinco fusilados eran inocentes, “cuando sí había pruebas de su participación en el asesinato de dos policías y dos guardias civiles”. O que la pena de muerte solo se aplicaba en España; “en realidad era legal en muchos países, incluyendo democracias como Francia, Japón o Estados Unidos”. O, en fin, que las organizaciones armadas luchaban por la libertad y la democracia. Su objetivo era sustituir la dictadura franquista por otra de corte castrista, en el caso de ETA, o estalinista, en el del FRAP”.
Las pesadillas de Alejandro
“¿Ya me estáis llamando otro año para remover la misma mierda?” Hubo un momento en que don Alejandro, el párroco de Hoyo de Manzanares, recibía así a los periodistas en las efemérides redondas de los fusilamientos. El cura, que ya murió, y fue profesor de religión de varias generaciones de escolares de ese pueblo de la sierra de Madrid, tenía un carácter duro y voz atronadora. Pero esa apostura recia contrastaba con el sentimiento que le había dejado lo que vio.
El 27 de septiembre de 1975 fue llamado de madrugada para dar la extrema unción a los reos. Uno de ellos, tendido en el suelo tras la primera descarga, aún respiraba mientras el sacerdote musitaba la oración. Se acercó un teniente para darle el tiro de gracia. Alejandro no tuvo tiempo de apartarse. “La sangre me salpicó los zapatos y los pantalones”, contaba. Y, más íntimamente, refería que la escena le causó pesadillas durante y años y años.
El cura Alejandro no vive ya para contarlo. De los testigos más especiales de la escabechina, a Antonio González Pacheco -el torturador Billy el Niño, que se había acercado con otros miembros del baluarte policial de la dictadura a presenciar las ejecuciones- se lo llevó el covid en mayo de 2020. De los guardias y policías miembros de los cuatro piquetes de fusilamiento no se sabe hoy cuántos quedan vivos, pues el entonces general jefe de Estado Mayor de la Guardia Civil, José Antonio Sáenz de Santamaría, dio orden de secreto sobre sus identidades, y perdura hasta hoy.
“No podíamos parar”
Hubo en la oposición a la dictadura un terremoto, otro más, tras la muerte a garrote vil del activista Salvador Puig Antich un año antes, que llevó a gentes de los rincones diversos de la izquierda antifranquista a planear en bares y casas golpes armados con los que rescatar, al menos, a los tres presos que esperaban ir al paredón en Madrid.
Matías Alonso, activista valenciano de la Memoria Histórica, militaba en la lucha antifranquista en 1975. / José Luis Roca
Pero no solo era en Madrid. En Valencia, el entonces militante del Partido Comunista de España Matías Alonso -hoy coordinador de Grupo para la Recuperación de la Memoria Histórica de la Comunidad Valenciana y del comité de Memoria del PSOE-, recuerda que “había alguna esperanza de que al final no los ejecutasen, y cuando llegó la noticia fue un shock enorme. Nos sentimos aún más en peligro, en aquellos tiempos en que ya estábamos saliendo a la calle y podía pasar cualquier cosa cualquier día”.
En su opinión Franco y el franquismo hablaron por las bocas de los fusiles: “El régimen lanzaba un mensaje de que no habría ni paz ni piedad para nosotros. Pero no consiguió pararnos; seguimos movilizados. Con más miedo… pero ya no podíamos parar”.
Desmemoria
Buena parte de los recuerdos de los activistas de la época se resumen en “algo que era como un temblor cotidiano”, tiene recordado a este diario Manuel Blanco Chivite, como dirigente del FRAP uno de los condenados a muerte, y cuya pena fue conmutada a última hora por el gobierno franquista. Ese miedo diario venía de mucho antes del antifranquismo de 1975 y perduraría aún unos años después de las ejecuciones.
Pero su basamento no estaba en las persecuciones policiales y los atentados en las calles, sino en el fondo de incontadas fosas comunes. El pionero de la investigación científica sobre los enterramientos de desaparecidos del franquismo Emilio Silva, navarro de nacimiento, leonés de ascendencia, coordinador de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, tenía nueve años aquel 27 de septiembre. Solo recuerda unas pintadas de protesta en el casco viejo de Pamplona. Fue ya de adulto cuando se hizo sensible a la Memoria, tras conocer detalles del asesinato de su abuelo y la ocultación de su cadáver. Hoy tiene desarrollado un sentido agudo para detectar la desmemoria.
Gaizka Fernández Soldevilla, historiador vasco, señala cómo los reos fueron pasto de la propaganda del franquismo y de sus propias organizaciones. / DAVID CASTRO
Si los últimos fusilamientos del franquismo se van sumergiendo en el olvido -pese a la flotabilidad que les proporcionó la canción ‘Al Alba’ de Luis Eduardo Aute-, en su opinión ha sido “por una voluntad política”, dice Silva, y refiere: “Yo recuerdo cómo se inauguró en Madrid hace casi 20 años una exposición que se titulaba En Transición en el centro cultural de la plaza de Colón, y cuando Alfonso Guerra, que era el inaugurador, vio un cartel con los cinco fusilados de septiembre de 1975, dijo que eran terroristas y que se iba de la exposición”.
Si en etapas recientes han tenido más relieve los fusilamientos de la posguerra que los del tardofranquismo “ha sido porque esos están desaparecidos en fosas comunes, no se sabe dónde y lo que se ha hecho es buscarlos -considera Silva-. A los fusilados de 1975 no hay que buscarlos, pero su historia hay que contarla, especialmente para muchos jóvenes que idealizan una dictadura”.
Qué hubiera pasado si el franquismo hubiese conmutado todas las penas y no hubiese recurrido a los paredones es algo que entra en el terreno de la especulación, pero Fernández Soldevilla tiene claro que “las conmutaciones no habrían cambiado el hecho crucial: que la muerte del dictador suponía la muerte de la dictadura”.
Roger Mateos baraja que Arias, tildado por los sectores más ultras de pusilánime, “pensó que, si paraba las ejecuciones, pedirían su cabeza. El régimen quiso dar un escarmiento a todos los que osaban a desafiar a Franco, y dio órdenes a los tribunales militares de que acelerasen los consejos de guerra y dictaran penas de muerte. No hubo manera de revertir esa decisión”.
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