Que un varón en Colombia al frente del Ministerio de Igualdad y Equidad decida autodenominarse en femenino y presentarse como ‘ministra’ puede parecer, a primera vista, un gesto simpático de inclusión. Para algunos, incluso entrañable. Pero leído desde la filosofía feminista, es exactamente lo contrario: una trampa conceptual y una frivolidad moral que vacía de contenido las conquistas de las mujeres. Aquí no hablamos de la identidad íntima de nadie –y cada cual, faltaría más, puede nombrarse como quiera en su vida privada–. Hablamos de ocupar, en el espacio político de democratización, un título que durante siglos les fue negado a las mujeres, y que solo a fuerza de lucha lograron arrancar al lenguaje y a las instituciones.
La historia es contundente: las mujeres fueron expulsadas de la universalidad de lo humano. No eran ciudadanas, no eran sujetas de derecho, no eran ‘ministras’ y en los diccionarios oficiales se las borraba con una mezcla de desprecio e invisibilización. Cuando, tras siglos de exclusión, se conquista por fin el derecho a decir ‘ministra’, lo que se gana no es un capricho gramatical, sino el reconocimiento político de un sujeto hasta entonces silenciado. Por eso, que un varón se autoperciba como ‘ministra’ no es un gesto de apertura, sino una usurpación simbólica.
La maestra Celia Amorós lo señaló con lucidez: los conceptos no son espejos neutrales de la realidad, son campos de batalla. El patriarcado político siempre lo supo y por eso gobierna con el poder de nombrar y desnombrar. Las mujeres no fueron ‘ministras’ no por carencia léxica, sino por exclusión de ese lugar de poder.
Los conceptos no son espejos neutrales de la realidad, son campos de batalla
Cuando arrancaron el término, arrancaron mucho más que una palabra: arrancaron la legitimidad de ser reconocidas como sujetas de razón y de gobierno. Por eso no es cierto que se trate de una simple cuestión semántica, como repiten quienes adoran la retórica de la fluidez.
Llamarse ‘ministra’ sin serlo en el sentido político-feminista es la reactualización, en clave posmoderna, de la vieja apropiación masculina de lo femenino. Antes, el despojo era de una extraordinaria ferocidad: se prohibía a las mujeres incluso nombrarse en la esfera privada.
Hoy la expropiación llega con gesto progresista en la esfera pública: el varón que se viste con la palabra ‘ministra’ como quien se prueba un traje. Pero esa operación no reconstruye la genealogía de exclusión que dio densidad al término, sino que la sustituye por un ‘yo’ subjetivo que borra la memoria encarnada de todas las mujeres.
El borramiento, lo sabemos, rara vez se presenta desnudo. Mary Wollstonecraft lo denunció frente a Rousseau: el supuesto universalismo de los ‘derechos del hombre’ no era sino ‘derechos de los varones’. La primera que lo señaló sin titubeos, Olympe de Gouges, lo pagó con la guillotina.
Francia Márquez fue la primera ministra de la Igualdad. Foto:Samir Rojas
Se ganó a pulso
El nombre importa, y mucho. ‘Ministra’ no es un accesorio identitario ni un capricho personal. Es el signo de un bien político ganado a golpes de exclusión, de batallas y de persistencias. Las mujeres lo arrancaron al orden patriarcal poniendo su voz en la Ilustración, reclamando el voto con los movimientos sufragistas; ocupando parlamentos como diputadas, universidades como profesoras, estrados como juezas, aulas como maestras. Aún es reciente ese recorrido y, en muchos lugares, todavía pendiente. Por ello convertir ‘ministra’ en un disfraz performativo es privatizar un patrimonio colectivo que pertenece a todas las mujeres del mundo porque lo han conquistado en primera persona.
Convertir ‘ministra’ en un disfraz performativo es privatizar un patrimonio colectivo que pertenece a todas las mujeres del mundo porque lo han conquistado en primera persona
Luis Miguel HoyosFilósofo
La opresión y la discriminación que han sufrido los varones homosexuales es innegable e indigna. Pero no es –ni puede ser– la opresión de haber nacido mujer y niña. La persecución contra ellos ha sido la sanción por quebrar el pacto de la masculinidad hegemónica, ese contrato ancestral que convierte la hombría en mandato obligatorio y cuya infracción se castiga con el desprecio social y la violencia. Para el patriarcado, insístase, la homosexualidad no es feminidad hegemónica, sino su caricatura degradada: la traición suprema al mandato viril.
Y eso, por duro que resulte admitirlo, no convierte a ningún varón, ni por analogía, ni por simpatía, ni por la más compasiva empatía, en representante de las mujeres y las niñas. El sujeto político ‘mujeres’ se conquistó con exclusiones padecidas en carne propia, con luchas narradas en primera persona, con la memoria encarnada en cuerpos que nunca pudieron elegir no ser mujeres.
Y aun cuando ese varón homosexual se autodenomine ‘la marica’, el gesto no es homologable a ‘ministra’ ni a ‘persona ministra’. Aquí se incurre en otra trampa: ‘la falacia de la equivalencia nominal’, denunciada ya por el feminismo desde la Ilustración. Se trata de hacer pasar por equivalentes lo que solo es semejante en apariencia: como si el estigma ‘marica’ pudiera equipararse al título político conquistado de ‘ministra’.
El paralelismo es engañoso y, en el fondo, profundamente patriarcal. Exactamente lo mismo ocurre cuando se confunde ‘prostitución’ con ‘libertad sexual’ o ‘libertad reproductiva’ con ‘vientres de alquiler’: operaciones de camuflaje que buscan colar la opresión bajo el rótulo de la libertad, o en este caso, disfrazar la usurpación de ‘diversidad’.
Dos cosas distintas
Una cosa es el insulto con el que el patriarcado castiga la desviación de su norma viril –‘marica’–, y otra, muy distinta, es el título político de ‘ministra’, arrancado por las mujeres tras siglos de exclusión para afirmar, por fin, su derecho a gobernar en nombre propio. Incluso la resignificación de la palabra ‘marica’, por legítima que sea como acto de reapropiación de un insulto, nada tiene que ver con el nominal político ‘ministra’. Porque una cosa es convertir en bandera una injuria moral, y otra muy distinta es conquistar una categoría política que abre las puertas de la universalidad a la mitad de la humanidad. No son equivalentes ni lo serán jamás: confundirlos es volver a despojar a las mujeres de lo que conquistaron.
Tras la salida de Márquez, Carlos Rosero se desempeñó como ministro de la Igualdad. Foto:Carlos Rosero
Como enseñó Celia Amorós, ‘conceptualizar es politizar’. Por eso, confundir ambas cosas equivale a convertir la violencia sufrida por unos en atajo para ocupar el lugar político conquistado por otras. Y eso es patriarcado, venga de donde venga.
Creer que basta con decir ‘la marica ministra’ para legitimar una representación es caer en la más vieja y refinada de las trampas patriarcales: nombrar sin historia para borrar la historia. Es borrar la genealogía política de las mujeres, diluir su memoria y sustituirla con espejismos nominales que no liberan nada y solo vuelven a despojarlas. Y aquí opera otra de las estrategias más antiguas del poder: correr poco a poco la ‘ventana de Overton’, hasta que lo que ayer era una impostura hoy se nos presente como normalidad. La argucia más refinada del patriarcado es, en el fondo, siempre la misma: hacer pasar la usurpación por inclusión, hasta que olvidemos que hubo un sujeto –las mujeres– que conquistó ese lugar con su cuerpo, su exclusión y su memoria.
La argucia más refinada del patriarcado es, en el fondo, siempre la misma: hacer pasar la usurpación por inclusión, hasta que olvidemos que hubo un sujeto –las mujeres– que conquistó ese lugar con su cuerpo, su exclusión y su memoria
Luis Miguel HoyosFilósofo
Los Ministerios de Igualdad no provienen de la genealogía queer, por más respetos que esa tradición identitaria pueda merecer. No es su origen ni su naturaleza. Estos ministerios son, en esencia, ministerios feministas: ‘ministerios de y para las mujeres’. Lo que ocurre es que, como en todo lo que toca al feminismo, la palabra ‘mujer’ o ‘mujeres’ produce urticaria. Molesta. La mujer siempre ha molestado al patriarcado, sea este conservador, progresista, diverso o fluido. Por eso nunca se atrevieron a llamarlos directamente ‘Ministerios de las Mujeres’.
Una lucha de siglos
Los Ministerios de Igualdad no son ocurrencia de gobiernos progresistas ni un capricho de temporada: son el resultado de una genealogía política rigurosa, escrita en la lucha de las mujeres durante más de dos siglos. En Europa, la historia institucional se inicia en la Ilustración del siglo XVIII hasta Seneca Falls en 1848, pasa por la Cedaw de 1979 a la Plataforma de Beijing en 1995, desembocando en el mainstreaming feminista pos-Beijing, que marcó un antes y un después al convertir al feminismo en un verdadero internacionalismo.
En Colombia, el camino fue más lento pero no menos tenaz: de la Dirección para la Equidad de la Mujer a las Consejerías y Altas Consejerías, luego al Viceministerio de las Mujeres, hasta llegar, finalmente, al Ministerio de Igualdad. Y no olvidemos el trabajo persistente, casi artesanal, de levantar Secretarías, Unidades, Direcciones y Oficinas para las Mujeres en los territorios: toda una arquitectura institucional construida a pulso por las mujeres. Nada de esto, conviene subrayarlo, cayó del cielo político: ellas arrancaron, como siempre, al patriarcado que se resiste a soltarlo.
Es el fruto de más de cuarenta años de feminismo político institucionalizado en Colombia: de mujeres –maestras, socias, amigas, lideresas– que han alzado, siguen alzando y seguirán alzando la voz frente a un patriarcado político que, lejos de haber sido derrotado, goza de buena salud y se atraganta todavía con la igualdad. Un patriarcado que no quiere ver a las mujeres como alcaldesas, magistradas, ministras ni, mucho menos, como presidentas –sí, presidentas, con a, porque esa sola letra continúa siendo insoportable tanto para el patriarcalismo de derecha como para el de izquierda–. Un patriarcado que, cuando las admite, no las reconoce como las iguales en términos de paridad, sino como las idénticas: las buenas administradoras de campaña, las diligentes secretarias de café, las ‘hormiguitas incansables’ o las recogedoras de maletas del presidente de turno. Y cuando ya no le queda otra salida, se resigna a tolerarlas como ministras decorativas o ‘vicepresidentas simbólicas’: fichas de un tokenismo femenino.
Lo lógico, lo digno, lo justo, habría sido que este ministerio hubiera quedado en manos de una mujer feminista con historia, con genealogía y con trayectoria real en la lucha por la igualdad, además de la capacidad de gestión y de ejecución que semejante institución exige. Esas mujeres existen, porque las mujeres existen. Pero conviene recordarlo: una cosa es la mera presencia femenina, y otra, muy distinta, la presencia feminista. La ‘espectacularización de la diversidad’ no es necesariamente feminista, y mucho menos cuando se adorna de plumas falsas y se vacía en gestos que no se traducen en políticas reales para las mujeres ni para nadie más.
Al ningunear al sujeto feminista del corazón del Ministerio de Igualdad, no se diluyó únicamente un término: se diluyó la igualdad misma. Y con ella toda una tradición política que costó siglos y sacrificios levantar. Jamás entendieron –y parece que aún hoy se niegan a hacerlo– que si les va bien a las mujeres, le va mejor a toda la sociedad colombiana. No lo digo yo: lo dijo Joseph Fourier, el socialista utópico, hace dos siglos: “El grado de civilización de una sociedad se mide por el grado de libertad de la mujer”. Los socialistas en el Gobierno Nacional –algunos incluso con arraigos en Francia– parecen no haberlo leído nunca, o peor aún, haberlo olvidado con sospechosa comodidad.
El grado de civilización de una sociedad se mide por el grado de libertad de la mujer
Nadie discute que las personas lesbianas, gais, trans o bisexuales tienen un derecho inalienable a existir y a ocupar espacios de poder. Su sola presencia ya incomoda al patriarcado, y eso es en sí mismo una transgresión. Pero otra cosa, radicalmente distinta, es ocupar el nominal y la condición de sujeto político de las mujeres. Esa frontera no puede borrarse sin consecuencias fatales para el feminismo político: lo que se pierde no es una palabra, es la genealogía que la sostiene.
La filosofía política feminista lo ha dicho con absoluta nitidez: si todo puede ser todo, entonces nada es nada. Y cuando los sujetos políticos se disuelven bajo la retórica de la autopercepción, no solo se vacía el feminismo, se erosiona la democracia. Porque nadie puede partir de su propio nacimiento político para suplantar al de los demás.
Y conviene advertirlo: está surgiendo un desplazamiento peligroso. Ya no se trata de la defensa categórica del feminismo, sino de centrar cualquier análisis político en la categoría de género-diversidad, hasta el punto de reemplazar el lenguaje mismo del feminismo por la terminología de la ‘exclusiva diversidad’. El resultado es la suplantación: un ministerio feminista acaba convertido en un ministerio de otras diversidades, donde las mujeres se eclipsan y son borradas en nombre de la inclusión.
Por eso, si la democracia no defiende el lugar conquistado por las mujeres, ¿quién lo hará? Como una vez se lo escuché a María Cristina Hurtado: “Quien borra a las mujeres de la historia vuelve a borrarlas del presente”. Existir no es representar.
LUIS MIGUEL HOYOS (*)
Razón Pública (**)
(*) Catedrático de Constitucionalismo, Filosofía Moral y Política. Experto en Inclusión Social y Políticas Inclusivas.
(**) Razón Pública es un centro de pensamiento sin ánimo de lucro que pretende que los mejores analistas tengan más incidencia en la toma de decisiones en Colombia.